Cada año, cuando abril abre los cajones del buen tiempo y los anuncios de Hacienda se cuelan en la pausa publicitaria, millones de contribuyentes se dividen en dos bandos: los que presentan la declaración de la renta apenas amanece la campaña y los que la postergan hasta el último redoble de junio.
Sin embargo, entre el vértigo de los madrugadores y la pólvora mojada de los rezagados existe un territorio intermedio —quizá el más sensato— que rara vez se reivindica: presentar la renta ni demasiado pronto ni demasiado tarde, con el sosiego suficiente para revisar cada dato y el margen necesario para cobrar antes de que el año se dé la vuelta.
Al apretar “Enviar” el mismo día en que se habilita la web, uno gana posiciones en la cola de devoluciones; todo lo que sea llegar antes de que los sistemas se saturen multiplica las posibilidades de que el ingreso de la declaración de la renta, aterrice en la cuenta antes de que comience el verano.
Pero la prisa tiene letra pequeña: los borradores, aun mejorados cada campaña, no dejan de ser un bosquejo que a veces omite retenciones de un segundo pagador, deducciones autonómicas por alquiler o los intereses de una hipoteca compartida. Rectificar un error tras confirmar la declaración supone presentar una complementaria, perder tiempo y, en ocasiones, posponer la devolución tantos meses como se pretendía anticipar.
Tampoco es prudente esperar hasta el filo del 30 de junio. La presión de las fechas agita el riesgo de que un documento se extravíe, la web se colapse o surja una duda imposible de resolver cuando la ayuda telefónica y las citas presenciales ya no dan abasto.
Saltarse el plazo abre, además, el capítulo de los recargos: un 1% adicional por cada mes de retraso si sale a pagar, o una multa fija de cien euros si sale a devolver y uno se adelanta voluntariamente al requerimiento (doscientos si la carta de Hacienda llega antes que el contribuyente).
Ahí es donde cobra sentido esa tercera vía: aprovechar las primeras semanas de mayo —cuando el aluvión inicial ha amainado y todavía queda horizonte— para chequear con calma el borrador, cruzar datos con los certificados bancarios, buscar los recibos de donaciones o la factura de las gafas del niño, afinar cualquier casilla y pulsar “Enviar” sin nervios.
«Así se minimizan fallos, se maximiza la certidumbre de la devolución y se esquiva la angustia de la recta final.»
La Administración, por su parte, mantiene intacto su compromiso: seis meses, contados desde el cierre oficial de la campaña, para reembolsar el dinero que corresponda. Si se pasa de esa fecha, está obligada a añadir intereses de demora. Un consuelo, sí, pero insuficiente frente a la liquidez que supone cobrar en julio o agosto y no en diciembre.
En definitiva, precipitarse presentando la declaración de la renta puede acortar la espera, pero también multiplicar los tropiezos; atrasarse puede aliviar la desidia del presente, aunque casi siempre encarece el futuro. Entre ambos extremos, el punto intermedio —planificar temprano, revisar con lupa y presentar sin ansiedad— funciona como la mejor póliza contra errores, sanciones y disgustos contables. Porque la renta, más que una carrera de velocidad, es una prueba de regularidad: gana quien llega a la meta sin atajos y sin prisas, con la seguridad de que cada cifra cuenta la historia correcta del año que dejamos atrás.
Sobre el autor:
Asesor Fiscal
Asesoría Fiscal y de Gestión en Madrid
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